martes, 27 de diciembre de 2016

El Loco Manuel

Se puede quitar a un general su ejército, pero no a un hombre su voluntad.  Confucio

A Manuel lo conocí en cierta oportunidad en que coincidimos en hacer unos trabajos juntos. Era una especie de linyera—indigente le dicen hoy—. Hacía unas changas de vez en cuando, lo justo y necesario para sobrevivir y para saciar su vicio, que parecía ser la bebida. Muchos lo llamaban el loco Manuel. La mayoría de la gente trataba de evitarlo. Se decían muchas cosas de él, gran parte de ellas sin fundamento, ya que nadie, absolutamente nadie lo conocía. No sabían de dónde había venido, ni cómo había llegado a esta ciudad. Se cree que lo hizo en un tren de carga, cuando los trenes funcionaban, con la única compañía de una valija, la que, deteriorada por el paso del tiempo y las penurias sufridas junto a su dueño, hoy le servía de almohada.
Hombre de estatura media, flaco, casi escuálido. Vestía ropa muy desgastada por el uso, que seguro no era producto del obsequio de alguna señora caritativa, ya que cada vez que alguien
intentaba darle u obsequiarle algo él solo contestaba en tono seco: ¡Llévenlo a Cáritas! 
En verano se lo veía de camisa. En invierno, inevitablemente, usaba un sobretodo marrón claro que se adivinaba de buena marca aunque se notaba muy afectado por el transcurso
de los años.
Siempre, desde aquella primera vez, despertó mi curiosidad. Había conocido a muchos linyeras pero el loco Manuel no encajaba en el tipo. Había algo fuera de lugar, como que no pertenecía a esa clase. Cada vez que yo necesitaba ayuda para algo lo pasaba a buscar, porque el tipo sabía hacer cualquier tarea, aunque lo que yo realmente quería, era averiguar detalles de su vida.
He invertido horas observándolo. Esas facciones angulosas. La barba entera entre negra y canosa. El ceño siempre fruncido. El pelo largo entrecano le llegaba hasta los hombros, peinado a mano hacia atrás, dejando ver una frente generosa. Pero lo que más me llamaba la atención eran esos ojos grises acerados, de mirada penetrante, aunque resignada y triste si cabía. Se adivinaba una gran pena en todo su ser, en todo su actuar. Le calculé sesenta y cinco años; tal vez tendría alguno menos teniendo en cuenta las condiciones de vida.
Quedaba, o hacía noche, en una vieja y abandonada casa a medio destruir en la afueras de la ciudad, camino al cementerio. Cierta ocasión en que pasaba por allí, pasé a saludarlo, era a comienzos del invierno. Llegué, salvando obstáculos: pilas de ladrillos, que habían quedado tal como cayeron de las paredes, bolsas de basura que gente sin ninguna consideración tiraba allí y algún que otro tacho o latas viejas oxidadas. Golpeé la desvencijada puerta de la
única habitación que quedaba en pie de la destruida vivienda.
—¿Quién es?
Me presenté y luego de una breve pausa se escuchó:
—Pase.
Entré, levantando un tanto la hoja de la puerta para que no arrastrara en el piso de ladrillos, no obstante rechinaron las bisagras llenas de óxido. Realicé una rápida ojeada a la estancia. Cuatro paredes con revoques a medio caer, o sea partes de ladrillo a la vista pero no porque haya sido construido así, sino por el mismo deterioro de la falta de mantenimiento. Las partes en que había revoque estaban escritas por amantes furtivos, por vagabundos y por quien más que haya acertado a pasar por allí dejando su rúbrica. Sobre una de las paredes, una enorme rajadura había sido cubierta con trapos viejos y bolsas de arpillera para que no entrara el frío. El techo, eran solo chapas sobre maderas, sin cielo raso; se observaban en ciertas partes, en contraste con la claridad exterior, los agujeros de las chapas vencidas por el paso del tiempo. Seguro allí se filtraba abundante agua cuando llovía. No había mueble alguno, aunque sí en un rincón se veían varios cacharros que supuse servirían para cocinar.
En el centro de la habitación, rodeadas por unas piedras, crepitaban las llamas de un fuego hecho para calentar el frío ambiente propio de la estación. Sentado a un lado, sobre su inseparable valija, estaba Manuel, taciturno, con la vista perdida en las llamas. En el suelo, a un lado, arrollados como una alfombra, unos enseres que seguramente, le harían las veces de cama y al otro una botella de caña de durazno.
—¿Qué necesita?
Me preguntó con la voz autoritaria que yo ya le conocía, a lo que respondí:
—Solo andaba por acá y pasé a saludarlo.
Se encogió de hombros y murmuró un casi imperceptible:
—Gracias.
Luego de un largo silencio prosiguió, facilitándome la conversación pues no sabía, la verdad, como entablar diálogo:
—Le agradezco su interés, pero no necesito a nadie que se apiade de mí si no lo hizo Dios en su momento. No intente sacarme de este estado, ni intente tratar de aliviar de alguna manera mi situación porque no lo va a lograr. Si estoy así es porque quiero estar así y porque Dios quiso que estuviera así.
Concluyó con voz quebrada y los ojos vidriosos.
Observé la botella que descansaba a su lado y creí adivinar que tomaba para poder olvidarse, al menos por un rato, de esa gran pena que se notaba llevaba adentro.
—Lo entiendo.
Le palmeé la espalda fraternalmente y me retiré con un nudo en el estómago y tratando de adivinar, ¿qué pena sería aquella que llegaba a destruir la entereza de un hombre, de tal manera que terminaba viviendo como un linyera? Porque, se supone escuchándolo
hablar —y esa vez lo escuché hablar más que en la suma de todos los años anteriores— que alguna vez fue una persona instruida, con buen dominio del idioma.
Pasó el tiempo. Supe de él cada tanto. Hasta que un día, no recuerdo exactamente cuando y tampoco tiene su relevancia, debe haber sido fines de primavera o principios de verano, en oportunidad de pasar frente a su precaria vivienda, me llamó la atención un perro callejero, que en alguna que otra ocasión lo había visto con él, que intentaba, en vano, con su hocico y con sus patas delanteras, abrir la puerta. Bajé rápidamente del auto y corrí hacia la derruida casa temiendo lo peor, empujé la puerta y el panorama que encontré me dejó helado. Manuel estaba tirado en el suelo, boca arriba con su cabeza inmersa en un charco de sangre. Se había caído, tal vez borracho y su cabeza había golpeado contra una de las piedras dónde hacía el fuego. Le tomé el pulso y noté que aún respiraba por lo que llamé inmediatamente a una emergencia local y lo llevamos al hospital.
—Tuvo mucha suerte —me dijo el doctor—. Una hora más y no lo contaba. Va a estar bien.
A la semana del accidente, antes de que le dieran el alta, se había ido del hospital burlando a las enfermeras y retornó a su morada. Cuando me enteré fui a visitarlo. No lo encontré bien, se veía pálido, más flaco que de costumbre. A su lado estaba el perro callejero que parecía estar cuidándolo.
—Muchas gracias —me dijo— le debo la vida. Aunque en honor a la verdad hubiera preferido que no me encontrara.
Murmuró entre dientes aunque logré escucharlo.
—No me dé las gracias a mí, en realidad se las debe a su compañero.
Le dije señalando al perro echado a su lado. No dándole demasiada importancia a mi observación fijó la mirada en un ladrillo del piso, aunque seguramente su pensamiento
estaba muchísimo más lejos.
—Le debo una explicación desde la última vez que estuvo aquí. No fui amable con usted. Esto que voy a decirle no se lo he dicho a nadie de por acá en treinta y cinco años, así que le ruego no se lo cuente a nadie. Siento que mi final está cerca y usted se ha portado muy bien conmigo a pesar de la distancia que siempre intenté guardar. Le voy a sacar las dudas acerca de por qué hoy soy lo que soy —se hizo un repentino silencio en el que tragó saliva como
tratando de tomar coraje para hablar, luego prosiguió—, en aquel momento yo era un respetable ciudadano, con algunos sueños cumplidos y otros a punto de cumplirse. Tenía un buen trabajo en un estudio de abogados. Habíamos terminado de pagar la casita de nuestros sueños. Tenía una esposa preciosa en todo sentido, la mujer que todo hombre desea tener. Y otro sueño por cumplirse, el que colmaría todas las expectativas. Mi esposa estaba embarazada, a punto de dar a luz al maravilloso bebé que tanto habíamos esperado —se escurrió con la parte superior de la mano un par de lágrimas que rebeldes se le escaparon, y continuó—: bueno, por culpa mía perdí todo.
Concluyó así, de manera abrupta, sus facciones y su mirada se endurecieron aún más, como si repentinamente, hubiera cambiado de idea y no quisiera seguir relatando el desgraciado suceso que lo apenaba desde hacía tanto tiempo. Esperé en vano, un lapso razonable para ver si proseguía con el relato. Meneé la cabeza, le agradecí y me retiré.
Un par de días después pasé para ver como estaba. No lo había visto en la calle y me asaltó cierto temor de que su situación no sea la mejor. Me recibió como si me estuviera esperando, sentado como siempre sobre su infaltable valija, acompañado de su callejero compañero. Seguía pálido y sus facciones, al reflejo de la luz del atardecer, se habían tornado aún más esqueléticas.
—Sabía que vendría —me dijo— quería entregarle esto.
Me alcanzó un sobre color madera cerrado, en el que había escrito mi nombre.
—Solo tiene que prometerme que no lo abrirá hasta que yo no esté en este mundo.
—Pero…
Intenté hilvanar alguna frase. No lo logré y él continuó:
—Sé que ha llegado mi momento y no he querido dejar nada librado al azar. Usted es la única persona que se interesó verdaderamente por mi situación y por lo tanto estoy convencido de que es la indicada para ello.
Me fui, esa tarde noche, inmerso en un torbellino de pensamientos entre mezclados. ¿Cómo sabía que había llegado su momento? ¿Qué debía hacer yo? ¿Llamar a la policía y decirles que el tipo se estaba por morir? ¡No! ¡No me creerían! ¿Estaba volviéndose realmente loco? Quizás. ¿Debía llevarlo al hospital? Tal vez. El caso es que no hice nada.
Al otro día, siete y treinta de la mañana, salgo de casa para ir al trabajo y se me ocurre pasar para ver la situación ya que me había quedado muy preocupado la noche anterior. 
Yacía acostado, boca arriba, la cabeza sobre la valija. Se había afeitado. Tenía puesto un pantalón de vestir oscuro, una camisa clara y zapatos negros charolados. Impecable en comparación con la situación en que lo conocía. A un lado, una bolsa negra, en la que supuse tenía guardada desde hacía mucho tiempo, esperando el momento de usarla, la ropa que ahora llevaba puesta. Los rasgos de su cara se habían relajado. Incluso parecía tener una leve sonrisa pintada en los labios, como si al fin hubiera encontrado la paz que tanto deseó
tener. Por supuesto, se había ido. Observé nuevamente la escena y me estremecí al llegar a la conclusión de que se había preparado para recibir la muerte. O tal vez, para estar presentable al reunirse con los suyos. Sentí una gran tristeza y un gran alivio al mismo tiempo. Acaricié al callejero que fiel se mantenía al lado de su compañero y me dirigí a hacer las diligencias correspondientes para que se ocuparan de él.
Cuando, a las horas, volví a casa, busqué el sobre que me había dado la noche anterior. Lo miré y lo volví a mirar, una y otra vez. Dudé en abrirlo, pero pudo más la curiosidad. Contenía: una foto, una nota, un croquis, un fajo de billetes de cien dólares y unos recibos de pago. El texto de la nota decía lo siguiente:
“Por medio de la presente, solicito se cumpla mi última voluntad, la de ser enterrado en el cementerio de la Capital en el espacio que se me ha destinado —ver el croquis— junto a la tumba de las personas que amé durante toda mi vida, cuando estuvieron y más aún cuando me faltaron: mi esposa y mi hijo. El lugar está pago a perpetuidad, para verificar lo cual he dejado los recibos de pago. Ocúpese el dinero que adjunto para solventar los gastos del traslado, será suficiente.
Manuel Gonzalez Ordoñez

En la foto aparecía, sentada en una hamaca que colgaba de la galería de una bella casa, una muy bonita mujer, con varios meses de embarazo, a juzgar por el tamaño de su vientre. A su lado, erguido, orgulloso, abrazándola, un hombre, muy apuesto, sonriente, en el que me costó reconocer a Manuel. Giré mecánicamente la fotografía esperando encontrar algo escrito, algún nombre o alguna fecha tal vez, solo decía: “Ocúpate de Flaquito”. Así llamaba
Manuel a su compañero callejero.
Después de superar mi asombro ante tanta organización pre morten, me dirigí a hablar con el juez de la ciudad, la policía y la empresa de sepelios para arreglar el tema del traslado.
Su última voluntad fue cumplida a rajatabla. Incluso cada vez que puedo, me doy una vuelta por el cementerio y le llevo flores.
Manuel fue uno de los tipos que ha dejado su marca en mi vida. Nunca supe cómo fue que perdió a su amada esposa y a su bebé. Solo sé que hay personas como él, a las que un hecho como ese les saca las ganas de vivir. Porque, evidentemente, Manuel no tenía ganas de vivir y solo Dios sabe cuantas veces le debe haber rogado e implorado que lo llevara con las personas que más añoraba.
En fin, Manuel decidió irse un veintitrés de diciembre, la misma fecha que treinta y cinco años atrás había sido grabada para siempre en una tumba que ahora está junto a la suya. ¿Una broma del destino? Tal vez. Nunca lo sabremos.
¡Ah!, me olvidaba, Flaquito vive conmigo, me acompaña siempre. Cada tanto, desaparece un par de horas pero no me preocupa, porque sé que va a visitar la casa de su amigo que, extrañamente, aún nadie ha ocupado.
Cuento publicado en el libro Cuentos Sentidos - Tinta Libre Ediciones -Año 2012

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