Solamente pasaba diez minutos con el
amor de su vida, y miles de horas pensando en él. Paulo Coelho
Estoy decidido, hoy se lo diré. He
juntado el coraje que me faltaba, lo he ido envasando poco a poco como
se hace con las monedas en una alcancía, nunca me sobró, más
bien todo lo contrario, siempre me faltó. Siento la emoción
del momento, la adrenalina a mil, camino rumbo a su casa, hacia
ella, a su encuentro. Paso junto a una vidriera, por el rabillo
del ojo distingo mi imagen a través del vidrio, me detengo, doy
un paso atrás, me paro frente al improvisado espejo, todo en
orden, me veo bien. La señora del negocio me levanta la mano cerrada
con el pulgar hacia arriba en señal de aprobación, como si
supiera. Es un buen signo, me digo. Prosigo, aún me quedan unas cuadras
por transitar. Veo las hojas amarillentas de los árboles caer,
oigo el trinar de los gorriones o el arrullo de alguna paloma, escucho el
corretear de unos chicos jugando en una plazoleta enclavada a la vera
de la antigua vía en desuso. Poco tránsito, casi nulo, como contribuyendo
a hacer de esta soleada
tarde de otoño, la más maravillosa
de las tardes a recordar, miro, más bien observo todo con ojo casi
clínico tratando de no pasar detalle por alto, siempre fui
minucioso, pero hoy pretendía ser aún más. No quería que se me olvidara
nada de esa tarde que prometía ser la más inolvidable de las
tardes, la que esperé por tres años un mes y veintiún días. Sí, lo
recordaba muy bien, aquel siete de marzo, desde entonces conté los días
meticulosamente como quien cuenta los billetes cuando cierra la
caja de cada día en su negocio. Fue aquel día en que apareció ante
mis ojos la más maravillosa de las imágenes, recuerdo como si
fuera hoy su ingreso al aula. Llegó tarde debido a que se había
inscripto fuera de término pues sus
padres se habían mudado hacía poco a
la ciudad. Hizo su presentación con una desfachatez, una frescura y
una madurez impropios de su edad.
—¡Buenas tardes! ¿Cómo le va profe?
¡Hola chicos! ¿Qué tal? Soy Lucía, vengo de la Capital y me han dicho que
debo compartir la clase con ustedes…
Dijo, mirando alternativamente al
profesor y a la clase en general, luego realizó un breve recorrido con
la vista hasta que me encontró, o eso creí, lo cierto es que se
dirigió hacia el lugar libre que había delante de mi pupitre y antes
de girar para sentarse, me miró y me guiñó un ojo. Si alguien me
hubiera sacado una fotografía en ese momento, hubiera hecho un cuadro
retratando a la personificación del más grande de los bobos, sin
duda alguna. Como a los veinte minutos cuando logré salir en
parte del asombro, hice un mapeo de la chica: pelo castaño
claro, lacio, desmechado, relativamente largo; ojos verdes, grandes,
vivaces; cara redonda con unas pecas sinónimo de rebeldía en su
perfecta nariz y en los pómulos; alta, muy alta, debajo de su
guardapolvos tableado se adivinaba un cuerpo bien proporcionado; las
piernas no se adivinaban, se veían preciosas, ya que la falda del
guardapolvos le quedaba unos quince centímetros por encima de la
rodilla, lo que, cuando se sentaba, hacía que fueran treinta los
centímetros de vista, por lo cual, pensé en ese momento, “le
van a llamar la atención cuando salga al primer recreo”,
y así fue.
Como se imaginarán ustedes,
ante tan fascinante proyecto de mujer, tanto el plantel masculino
como el femenino de la clase se había puesto en guardia.
Las mujeres por el simple recelo que genera una chica de tal estirpe
y más que nada por la seguridad que emanaba de sus actos, con lo que
creían adivinar o suponían que se trataba de una nenita de mamá
de gran ciudad, y entre los chicos corrían las apuestas desde el
primer día a ver quién salía con primero primero, como si fuera un
trofeo a ganar.
Lo cierto es que, no supe entender
en ese momento por qué, quizás por mi timidez, quizás por la
carita de espasmo que puse cuando me guiñó el ojo, ella me
eligió para ser su compañero de tareas, de confidencias, su guía
para conocer la ciudad, su medio de consulta ante cualquier duda. Se
podrán imaginar ustedes que era como estar en el paraíso con Eva. Y sí, no se equivocan, y que me traigan una tonelada de manzanas
prohibidas y me las comería
todas. Ella estaba en todo momento conmigo,
cuando no lo hacía físicamente, se instalada en mis
pensamientos, en los inmaculados y en los obscenos, en los buenos y
en los malos, hubiera ido al infierno mismo si ella iba conmigo, soñaba
con ella, era como algo anexado a mí que no me costaba en
absoluto llevar.
Así fueron pasando los días y los
chicos fueron declinando ante las negativas de ella y las mías en
sus pretensiones de que les haga de nexo y las chicas fueron
aceptándola como una más, aunque ella nunca dejó de llamar la
atención con su belleza y su frescura, al contrario, a medida que pasaba el
tiempo se iban acentuando sus formas de mujer y su soltura. Viví con ella momentos inolvidables,
recuerdo aquella tarde de fines del verano que habíamos ido a
la biblioteca del colegio a investigar. En realidad a curiosear y
cuando salimos nos dimos cuenta de que llovía a baldes. Muy lejos de
quedarse a esperar que dejara de llover —no iba con ella esa actitud—
me tomó de la mano y tiró suave pero firmemente de ella —convengamos que tampoco me resistí demasiado—, me llevó al
medio de la calle, corrimos bajo el aguacero y reímos a carcajadas,
aún me sabe a melodía esa risa tan particular que tiene. Nos
empapamos. Solo imagínensela, toda mojada, con una blusita blanca sin
mangas y una pollera larga roja tipo las de gitana, pegadas al
cuerpo. Maravillosa imagen, impagable
momento. Nos detuvimos bajo un toldo de una
vidriera después de correr al menos diez cuadras, exhaustos.
Admiré su belleza mientras recuperaba el aliento, nos miramos a los ojos,
ella estaba con la espalda apoyada a la vidriera, yo frente a
ella a escasos quince centímetros. Estaba todo dado, estaban los
actores, no había moros en la costa, las condiciones ideales, el momento
propicio, es más, creí escuchar sonar en alguna radio cercana el
tema de Banana Pueyrredón: “No quiero ser tu amigo, amigo nunca
más…”, pero la providencia no contaba con mi indecisión, ni con
mis miedos, ni con mi falta de coraje, ni con las malditas
preguntas que aún hoy suenan con un repiqueteo incesante en mi cerebro:
¿Y si estoy equivocado? ¿Y si no es lo que ella quiere? ¿Y si
pierdo lo que más quiero en esta vida por tratar de besarla?
¿Por qué maldita razón tenemos que
hilvanar pensamientos en momentos tan mágicos como ese? Lo
cierto es, que no hice nada de lo que deseaba hacer. Me mordí los
labios, la rodeé fraternalmente con mi brazo, la pegué a mi hombro
derecho para darle un poco de
calor y la acompañé a su casa. Me
despidió como lo hacía siempre, como se despide a un amigo, con un
beso en la mejilla, que a mí me sabía a manjar de dioses, un “gracias
por acompañarme” y un “qué
haría sin vos”, que yo interpretaba como un
cumplido.
En el trayecto desde su casa a la
mía me odié por la indecisión, me dije tantas cosas a mí mismo que
si alguien me hubiera escuchado habría pensado que no estaba en mis
cabales.
Fueron pasando los meses y también
una sucesión de situaciones desaprovechadas, parecidas a la narrada.
A medida que pasaba el tiempo fui acumulando coraje en
mi alcancía, pero parecía que nunca se iba a llenar, que jamás iba
a terminar de decidirme, como si fuera una opción entre la vida y
la muerte, tal era la importancia que le daba a la situación en ese
momento.
Sigo caminando, decidido, ya no hay
marcha atrás, hoy es el día, mi alcancía se ha llenado y pretendo
no romperla jamás. Sé que hoy está en casa, que los padres a esta
hora trabajan. Ya le había avisado que pasaba a buscarla para ir a…
¿Qué importa dónde? No tiene la más mínima relevancia. Me desvío un
par de cuadras de mi camino, paso por una florería y compro un
par de rosas amarillas, en alguna conversación me había contado que le
encantaban, —muy buenaelección—
me dice la señora que me las vendió. —Vas a quedar
muy bien, debe ser alguien muy
importante para vos—. Asentí, agradeciéndole.
Volví sobre mis pasos y retomé el
camino, crucé transversalmente la peatonal de la ciudad, casi
desierta a esa hora, en contraposición con lo magnífico del día —que se
joroben los que
no saben aprovecharlo—, pensé.
Atrajo mi vista una parejita de enamorados comiéndose a besos en un
banco de la peatonal, quizás aprovechando la casi ausencia de
transeúntes —suerte la de ellos—, me dije con un dejo de
envidia.
Caminé dos cuadras más con el aún
cálido sol a mis espaldas, llegué a mi destino con un nudo en
el estómago y otro aún más grande, si cabía, en mi garganta. Di
los últimos retoques a mi impecable atuendo, camisa blanca
mangas largas, que me había esmerado sobremanera en planchar,
arremangada a la altura del antebrazo; pantalón de vestir gris
oscuro, zapatos negros, cinto a tono. Observé la imponente casa
estilo colonial en qué vivía mi entrañable,
hasta ese momento, amiga, me acerqué
a tocar esa puerta que tantas veces había golpeado, aún
con un dejo de temor y esperé con las ansias de siempre, que se
hiciera presente la persona que más importaba en mi vida por los
siglos de los siglos.
¿Qué piensan ustedes? ¿Qué no iba a aparecer?
¿Qué me atenderían los padres
y me dirían que no estaba? ¿Qué me
abriría la puerta su amante? Si pensaron alguna de estas
opciones, queridos lectores, no miren tantas películas o telenovelas. Nada
de eso sucedió, apareció ella, divina como siempre, y si hubiese
salido con un camisón y ruleros,
igual hubiera pensado que estaba
bonita. No era el caso, se notaba que recién se había terminado de bañar,
vestía una bata blanca de esas que se cierran con un cinturón de la
misma tela en la cintura, que le cubría hasta la mitad de sus
largos y bien torneados muslos, el pelo largo húmedo le caía por un
lado de su preciosa carita de princesa. Me dijo, tras darme un beso en la
mejilla y recibir las rosas:
—¡Hola! ¿Qué hacés? ¡Qué lindo que
estás! ¡Gracias, justo las que a mi me gustan! ¡Qué bonitas!
Pasá, vení, acomodate en el sofá.
Lo hice, aunque me llamó un tanto la
atención porque solo me hacía pasar cuando estaban sus
padres. Obvio, no me resistí aunque me temblaron las piernas. Más aún me
sorprendió que tomara asiento a mi lado, se suponía que
debía vestirse para ir dónde teníamos planeado, pero bueno, yo ya
sabía que esta chica era impredecible en su actuar. Si lo anterior fue
sorprendente, qué decir de lo que pasó después. Una vez acomodada a mi lado, sin preámbulo alguno, levantó la pierna derecha,
giró y se puso a horcajadas sobre mi falda, extendió su brazo derecho, lo
apoyó en mi nuca, me llevó hacia ella y me besó muy suave, muy
dulcemente en los labios.
Imagínense mi cara de asombro,
balbuceé, fui a decir algo, ¡quién sabe qué tontería! Me apoyó un
dedito en los labios en señal de silencio y me dijo:
—Sé que venís a decirme que querés
ser algo más que mi amigo, o tal vez mucho más, sé que hace
mucho tiempo que lo deseas, casi diría que tanto como yo. También sé
que te va costar un montón, que vas a sufrir para decirme todo
lo que quieres decir, así que he decidido hacértelo más fácil. La
respuesta es sí, lo acepto, lo quiero, lo deseo y lo anhelo, pero con una
condición: que me prometas que nunca, bajo ninguna
circunstancia, dejarás de ser mi amigo.
Publicado en Cuentos Sentidos - Tinta Libre Ediciones - Año 2012
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