martes, 27 de diciembre de 2016

Juntando Coraje

Solamente pasaba diez minutos con el amor de su vida, y miles de horas pensando en él. Paulo Coelho 

Estoy decidido, hoy se lo diré. He juntado el coraje que me faltaba, lo he ido envasando poco a poco como se hace con las monedas en una alcancía, nunca me sobró, más bien todo lo contrario, siempre me faltó. Siento la emoción del momento, la adrenalina a mil, camino rumbo a su casa, hacia ella, a su encuentro. Paso junto a una vidriera, por el rabillo del ojo distingo mi imagen a través del vidrio, me detengo, doy un paso atrás, me paro frente al improvisado espejo, todo en orden, me veo bien. La señora del negocio me levanta la mano cerrada con el pulgar hacia arriba en señal de aprobación, como si supiera. Es un buen signo, me digo. Prosigo, aún me quedan unas cuadras por transitar. Veo las hojas amarillentas de los árboles caer, oigo el trinar de los gorriones o el arrullo de alguna paloma, escucho el corretear de unos chicos jugando en una plazoleta enclavada a la vera de la antigua vía en desuso. Poco tránsito, casi nulo, como contribuyendo a hacer de esta soleada
tarde de otoño, la más maravillosa de las tardes a recordar, miro, más bien observo todo con ojo casi clínico tratando de no pasar detalle por alto, siempre fui minucioso, pero hoy pretendía ser aún más. No quería que se me olvidara nada de esa tarde que prometía ser la más inolvidable de las tardes, la que esperé por tres años un mes y veintiún días. Sí, lo recordaba muy bien, aquel siete de marzo, desde entonces conté los días meticulosamente como quien cuenta los billetes cuando cierra la caja de cada día en su negocio. Fue aquel día en que apareció ante mis ojos la más maravillosa de las imágenes, recuerdo como si fuera hoy su ingreso al aula. Llegó tarde debido a que se había inscripto fuera de término pues sus
padres se habían mudado hacía poco a la ciudad. Hizo su presentación con una desfachatez, una frescura y una madurez impropios de su edad.
—¡Buenas tardes! ¿Cómo le va profe? ¡Hola chicos! ¿Qué tal? Soy Lucía, vengo de la Capital y me han dicho que debo compartir la clase con ustedes…
Dijo, mirando alternativamente al profesor y a la clase en general, luego realizó un breve recorrido con la vista hasta que me encontró, o eso creí, lo cierto es que se dirigió hacia el lugar libre que había delante de mi pupitre y antes de girar para sentarse, me miró y me guiñó un ojo. Si alguien me hubiera sacado una fotografía en ese momento, hubiera hecho un cuadro retratando a la personificación del más grande de los bobos, sin duda alguna. Como a los veinte minutos cuando logré salir en parte del asombro, hice un mapeo de la chica: pelo castaño claro, lacio, desmechado, relativamente largo; ojos verdes, grandes, vivaces; cara redonda con unas pecas sinónimo de rebeldía en su perfecta nariz y en los pómulos; alta, muy alta, debajo de su guardapolvos tableado se adivinaba un cuerpo bien proporcionado; las piernas no se adivinaban, se veían preciosas, ya que la falda del guardapolvos le quedaba unos quince centímetros por encima de la rodilla, lo que, cuando se sentaba, hacía que fueran treinta los centímetros de vista, por lo cual, pensé en ese momento, “le van a llamar la atención cuando salga al primer recreo”, y así fue.
Como se imaginarán ustedes, ante tan fascinante proyecto de mujer, tanto el plantel masculino como el femenino de la clase se había puesto en guardia. Las mujeres por el simple recelo que genera una chica de tal estirpe y más que nada por la seguridad que emanaba de sus actos, con lo que creían adivinar o suponían que se trataba de una nenita de mamá de gran ciudad, y entre los chicos corrían las apuestas desde el primer día a ver quién salía con primero primero, como si fuera un trofeo a ganar.
Lo cierto es que, no supe entender en ese momento por qué, quizás por mi timidez, quizás por la carita de espasmo que puse cuando me guiñó el ojo, ella me eligió para ser su compañero de tareas, de confidencias, su guía para conocer la ciudad, su medio de consulta ante cualquier duda. Se podrán imaginar ustedes que era como estar en el paraíso con Eva. Y sí, no se equivocan, y que me traigan una tonelada de manzanas prohibidas y me las comería
todas. Ella estaba en todo momento conmigo, cuando no lo hacía físicamente, se instalada en mis pensamientos, en los inmaculados y en los obscenos, en los buenos y en los malos, hubiera ido al infierno mismo si ella iba conmigo, soñaba con ella, era como algo anexado a mí que no me costaba en absoluto llevar.
Así fueron pasando los días y los chicos fueron declinando ante las negativas de ella y las mías en sus pretensiones de que les haga de nexo y las chicas fueron aceptándola como una más, aunque ella nunca dejó de llamar la atención con su belleza y su frescura, al contrario, a medida que pasaba el tiempo se iban acentuando sus formas de mujer y su soltura. Viví con ella momentos inolvidables, recuerdo aquella tarde de fines del verano que habíamos ido a la biblioteca del colegio a investigar. En realidad a curiosear y cuando salimos nos dimos cuenta de que llovía a baldes. Muy lejos de quedarse a esperar que dejara de llover —no iba con ella esa actitud— me tomó de la mano y tiró suave pero firmemente de ella —convengamos que tampoco me resistí demasiado—, me llevó al medio de la calle, corrimos bajo el aguacero y reímos a carcajadas, aún me sabe a melodía esa risa tan particular que tiene. Nos empapamos. Solo imagínensela, toda mojada, con una blusita blanca sin mangas y una pollera larga roja tipo las de gitana, pegadas al cuerpo. Maravillosa imagen, impagable
momento. Nos detuvimos bajo un toldo de una vidriera después de correr al menos diez cuadras, exhaustos. Admiré su belleza mientras recuperaba el aliento, nos miramos a los ojos, ella estaba con la espalda apoyada a la vidriera, yo frente a ella a escasos quince centímetros. Estaba todo dado, estaban los actores, no había moros en la costa, las condiciones ideales, el momento propicio, es más, creí escuchar sonar en alguna radio cercana el tema de Banana Pueyrredón: “No quiero ser tu amigo, amigo nunca más…”, pero la providencia no contaba con mi indecisión, ni con mis miedos, ni con mi falta de coraje, ni con las malditas preguntas que aún hoy suenan con un repiqueteo incesante en mi cerebro: ¿Y si estoy equivocado? ¿Y si no es lo que ella quiere? ¿Y si pierdo lo que más quiero en esta vida por tratar de besarla?
¿Por qué maldita razón tenemos que hilvanar pensamientos en momentos tan mágicos como ese? Lo cierto es, que no hice nada de lo que deseaba hacer. Me mordí los labios, la rodeé fraternalmente con mi brazo, la pegué a mi hombro derecho para darle un poco de
calor y la acompañé a su casa. Me despidió como lo hacía siempre, como se despide a un amigo, con un beso en la mejilla, que a mí me sabía a manjar de dioses, un “gracias por acompañarme” y un qué haría sin vos”, que yo interpretaba como un cumplido.
En el trayecto desde su casa a la mía me odié por la indecisión, me dije tantas cosas a mí mismo que si alguien me hubiera escuchado habría pensado que no estaba en mis cabales.
Fueron pasando los meses y también una sucesión de situaciones desaprovechadas, parecidas a la narrada. A medida que pasaba el tiempo fui acumulando coraje en mi alcancía, pero parecía que nunca se iba a llenar, que jamás iba a terminar de decidirme, como si fuera una opción entre la vida y la muerte, tal era la importancia que le daba a la situación en ese momento.
Sigo caminando, decidido, ya no hay marcha atrás, hoy es el día, mi alcancía se ha llenado y pretendo no romperla jamás. Sé que hoy está en casa, que los padres a esta hora trabajan. Ya le había avisado que pasaba a buscarla para ir a… ¿Qué importa dónde? No tiene la más mínima relevancia. Me desvío un par de cuadras de mi camino, paso por una florería y compro un par de rosas amarillas, en alguna conversación me había contado que le encantaban, —muy buenaelección— me dice la señora que me las vendió. —Vas a quedar
muy bien, debe ser alguien muy importante para vos—. Asentí, agradeciéndole.
Volví sobre mis pasos y retomé el camino, crucé transversalmente la peatonal de la ciudad, casi desierta a esa hora, en contraposición con lo magnífico del día —que se joroben los que
no saben aprovecharlo—, pensé. Atrajo mi vista una parejita de enamorados comiéndose a besos en un banco de la peatonal, quizás aprovechando la casi ausencia de transeúntes —suerte la de ellos—, me dije con un dejo de envidia.
Caminé dos cuadras más con el aún cálido sol a mis espaldas, llegué a mi destino con un nudo en el estómago y otro aún más grande, si cabía, en mi garganta. Di los últimos retoques a mi impecable atuendo, camisa blanca mangas largas, que me había esmerado sobremanera en planchar, arremangada a la altura del antebrazo; pantalón de vestir gris oscuro, zapatos negros, cinto a tono. Observé la imponente casa estilo colonial en qué vivía mi entrañable,
hasta ese momento, amiga, me acerqué a tocar esa puerta que tantas veces había golpeado, aún con un dejo de temor y esperé con las ansias de siempre, que se hiciera presente la persona que más importaba en mi vida por los siglos de los siglos. 
¿Qué piensan ustedes? ¿Qué no iba a aparecer? ¿Qué me atenderían los padres
y me dirían que no estaba? ¿Qué me abriría la puerta su amante? Si pensaron alguna de estas opciones, queridos lectores, no miren tantas películas o telenovelas. Nada de eso sucedió, apareció ella, divina como siempre, y si hubiese salido con un camisón y ruleros,
igual hubiera pensado que estaba bonita. No era el caso, se notaba que recién se había terminado de bañar, vestía una bata blanca de esas que se cierran con un cinturón de la misma tela en la cintura, que le cubría hasta la mitad de sus largos y bien torneados muslos, el pelo largo húmedo le caía por un lado de su preciosa carita de princesa. Me dijo, tras darme un beso en la mejilla y recibir las rosas:
—¡Hola! ¿Qué hacés? ¡Qué lindo que estás! ¡Gracias, justo las que a mi me gustan! ¡Qué bonitas! Pasá, vení, acomodate en el sofá.
Lo hice, aunque me llamó un tanto la atención porque solo me hacía pasar cuando estaban sus padres. Obvio, no me resistí aunque me temblaron las piernas. Más aún me sorprendió que tomara asiento a mi lado, se suponía que debía vestirse para ir dónde teníamos planeado, pero bueno, yo ya sabía que esta chica era impredecible en su actuar. Si lo anterior fue sorprendente, qué decir de lo que pasó después. Una vez acomodada a mi lado, sin preámbulo alguno, levantó la pierna derecha, giró y se puso a horcajadas sobre mi falda, extendió su brazo derecho, lo apoyó en mi nuca, me llevó hacia ella y me besó muy suave, muy dulcemente en los labios.
Imagínense mi cara de asombro, balbuceé, fui a decir algo, ¡quién sabe qué tontería! Me apoyó un dedito en los labios en señal de silencio y me dijo:
—Sé que venís a decirme que querés ser algo más que mi amigo, o tal vez mucho más, sé que hace mucho tiempo que lo deseas, casi diría que tanto como yo. También sé que te va costar un montón, que vas a sufrir para decirme todo lo que quieres decir, así que he decidido hacértelo más fácil. La respuesta es sí, lo acepto, lo quiero, lo deseo y lo anhelo, pero con una condición: que me prometas que nunca, bajo ninguna circunstancia, dejarás de ser mi amigo.

Publicado en Cuentos Sentidos - Tinta Libre Ediciones - Año 2012

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